clásicos







Traducción: Cristina Lin

Normas para hijos y estudiantes  (o Reglas para ser buenos discípulos, o Pautas para una vida feliz, según otras traducciones) es un libro que contiene las enseñanzas transmitidas por los sabios de la antigua China.
Nos enseña, en primer lugar, a tratar con piedad filial a nuestros padres, y con respeto y cariño a nuestros hermanos. Luego, que debemos ser cuidadosos y tener en cuenta  los detalles en la vida diaria, en la manera en que nos dirigimos a las personas y en la forma en que nos ocupamos de los diferentes asuntos cotidianos; nos muestra también cómo llegar a ser una persona digna de confianza.
Nos enseña a amar a todos por igual, y a acercarnos a las personas virtuosas y compasivas para aprender de ellas. Sólo cuando hayamos logrado todo lo anterior vamos a poder estudiar en profundidad, aprender literatura y arte, y poder así mejorar la calidad de nuestra vida cultural y espiritual.


Prólogo (fragm.)

Cuando conocí los contenidos del libro Di Zi Gui, sentí mucha paz, aunque necesité de varios años para poder entenderlos, sentirlos, trabajarlos y vivenciarlos. Fue un cambio profundo, gradual y supongo que sigo en ese proceso. Siento que tengo más paciencia, más tolerancia hacia los demás, y que mi orgullo se fue suavizando. Todo lo adquirido y aprendido en una etapa anterior de mi vida, los diez años en los que trabajé en la empresa familiar, en ese mundo colorido del comercio, se fue lentamente disolviendo. Ahora me encuentro felizmente viviendo una vida sencilla y en paz. Las enseñanzas contenidas en Di Zi Gui me ayudaron a enfrentar las dificultades, tanto en el ámbito familiar, como en las relaciones interpersonales y hasta incluso me enseñó a saber cómo comportarme en soledad y no sentirla. Hoy siento que por fin estoy atravesando una etapa armoniosa. Le agradezco a mi maestro Chin Kung que en sus clases de Budismo remarcó tanto la importancia de la sabiduría contenida en este libro. Comprender que las acciones generadas por uno mismo traen como consecuencias resultados predecibles, tanto buenos como malos, me dio fuerza para poner en práctica algunas enseñanzas, y el efecto fue generar un círculo positivo que me incentiva a continuar y a poder hacerlo con seguridad y paz interior.
Cristina Lin 










Ernesto entró en el hall de la estación de Constitución por la puerta de la calle General Hornos; eran las 20 y 40. Caminó un poco; entre la gran cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le parecieron atractivos; fue al baño y luego volvió al hall. Entonces descubrió a un muchachito moreno, que hablaba con otro. Vestía una campera de cuero amarillo, camisa desprendida en el cuello, blue jeans, medias negras y mocasines castaños; sonreía ampliamente. Ernesto dio una vuelta y regresó. Ahora el chico estaba solo. Ernesto lo observó y el otro siguió la mirada, dando un pequeño giro. Ernesto se sobresaltó y se apartó, yendo hasta la pequeña locomotora de juguete encerrada en una caja de vidrio. El chico se le acercó y echó una moneda e hizo funcionar el aparato. En seguida, encendió un cigarrillo y miró a Ernesto; éste sacó a su vez un cigarrillo pero no se atrevió a pedirle fuego. El morochito, entonces, dio media vuelta y se fue; se miraron una vez más a través del vidrio de la pequeña locomotora. 







Arte: Eleonora Arroyo



Había un gran muro blanco - desnudo, desnudo, desnudo,
contra el muro una escalera - alta, alta, alta,
y en el suelo un arenque ahumado - seco, seco, seco.

Él llega, llevando en las manos - sucias, sucias, sucias,
un martillo pesado, un gran clavo - puntiagudo, puntiagudo, puntiagudo,
un ovillo de bramante, - grueso, grueso, grueso.

Entonces sube a la escalera - alta, alta, alta,
y clava el clavo puntiagudo - pam pam, pam pam, pam pam,
en lo alto del gran muro blanco - desnudo, desnudo, desnudo.

Suelta el martillo - que cae, que cae, que cae,
ata al clavo el bramante - largo, largo, largo,
y , en la punta, el arenque ahumado - seco, seco, seco.

Baja de la escalera - alta, alta, alta,
se la lleva con el martillo - pesado, pesado, pesado,
y luego, se va a otra parte - lejos, lejos, lejos.

Y, después, el arenque ahumado - seco, seco, seco,
en la punta del hilo - largo, largo, largo,
muy lentamente se balancea - siempre, siempre, siempre.

He escrito esta historia - simple, simple, simple,
para enfurecer a las personas - serias, serias, serias.
Y divertir a los niños - pequeños, pequeños, pequeños






Arte: Santiago Erausquin



"...leyendo a Isidoro no podemos menos que recordar a los griegos y hacer que el libro cumpla con aquello en lo que ellos creían: que sea bello por ser bueno; que sea bueno por ser bello. Para esto conviene reivindicar el carácter inescindible de forma y contenido, esa falaz dicotomía. Cuando un libro es bueno, no sólo es fuente de información; es también ventana a la reflexión, puerta que abre a un tesoro hasta entonces escondido, como la Filosofía, mejor aún, las “filosofías” de Isidoro.
Pero ese tesoro nos acompaña también físicamente, por lo que conviene que su materialidad sea incitadora. El libro está con nosotros, junto a nosotros, borgeanamente: “como un tácito esclavo, ciego y extrañamente sigiloso”. Está ahí, al alcance de la mano, mientras viajamos en ómnibus, o cuando estamos en casa, en un anaquel o sobre la mesita de noche. Dejado al descuido en cualquier parte, nos aguarda siempre. Espera que encontremos el momento de sentarnos a su mesa. Espera que su forma, su color, su diseño atraigan nuestra mirada y nos convoquen a un nuevo encuentro con los hombres. Entonces, el libro, ese tácito esclavo, se constituye en instancia de reconciliación de una persona con sus semejantes: la hermana con los maestros del pasado y su trabajo; con los del presente y el suyo. Que este breve libro, lector, te sea bueno y bello por haberlo logrado."
Silvia Magnavacca (fragmento de Prólogo)


Etimología es el origen de los vocablos; por ella se conoce muchas veces la fuerza de la palabra. Aristóteles la llamó en griego symbolos y Cicerón annotatio, porque nos da a conocer los nombres de las cosas; como flumen (río) viene de fluendo porque fluendo(deslizándose), crece.
Su conocimiento y uso muchas veces es necesario, porque, si sabes de dónde procede un nombre, conoces mucho antes toda la fuerza del vocablo. Pues es mucho más fácil el conocimiento del objeto, conocida la etimología del nombre. Sin embargo, no todas las cosas tienen impuesto su nombre por los antiguos según la naturaleza, sino que a veces se ponen arbitrariamente, como cuando ponemos a nuestros siervos y posesiones un nombre según nos place.
De aquí que no siempre se encuentre la etimología de todos los nombres, porque muchos recibieron el suyo no de la cualidad que tienen, sino, como ya se dijo, del arbitrio de la voluntad humana. Las etimologías unas veces proceden de la causa como Reges (Reyes) a recte agendo, (de obrar rectamente); otras, del origen, como homo (hombre) de humo (tierra), de que fue formado; a veces, a contrariis, como lutum (Barro) de lavando, siendo así que el lodo no está limpio, y lucus (soto), porque es oscuro y no tiene luz.
Algunas proceden de una derivación del nombre, como prudente, de prudencia; otras del sonido, como grajo (graculus), de gárrulo; otras de su origen griego, como domus y silva.
Otros tomaron su origen de los nombres de los lugares, ciudades y ríos. Muchos, de la lengua de otras naciones, por lo que resulta muy difícil encontrar su origen, pues hay muchos nombres bárbaros, desconocidos igualmente de los griegos y de los latinos.
(Libro 1, De gramática, capítulo XXIX)


Comentario de Eduardo Berti:
Una pequeña editorial independiente de Argentina (editorial Cencerro) publicó hace pocos meses una verdadera perla: una selección de pasajes de las “Etimologías (Origen de algunas cosas)” del escritor, teólogo e historiador Isidoro de Sevilla (560-636), con un magnífico prólogo a cargo de Silvia Magnavacca, en el que puede leerse, por ejemplo, que el autor se propuso con esta obra “sintetizar, muchas veces añadiendo elaboraciones propias, los hitos fundamentales de la erudición alcanzada en su tiempo, comienzos del siglo VI, en la España visigoda”. En la selección que José Fraguas hizo para Cencerro, Isidoro de Sevilla se ocupa ante todo de la música, de la poesía, de las piedras preciosas y del origen de algunos nombres.Citando a Tranquillus, Isidoro narra los orígenes de la poesía: “Cuando los hombres, perdida ya la fiereza, comenzaron a ordenar su vida y a conocerse unos a otros y a sus dioses, pensaron que era necesario un culto especial y un lenguaje conveniente a la magnificencia y religión de sus dioses. Y así como edificaron para ellos unos templos más bellos que sus propios hogares e hicieron estatuas de mayor tamaño que ellos, así también juzgaron que debían de honrarlos con un hablar más augusto y emplear en sus alabanzas palabras más brillantes. Esta manera de expresarse, porque se hace con cierta forma que en griego se dice “poiotes”, recibió el nombre de poema”. ~








Traducción: Claudio Iglesias
Arte: Santiago Erausquin


Cuando llegan los primeros días lindos, la tierra se despierta y se pone toda verde, la tibieza olorosa del aire nos acaricia la piel, entra en el pecho, parece llegar al corazón. Entonces nos vienen anhelos vagos, alegrías imprecisas, ganas de correr, de ir por ahí, buscar aventuras... beber, beber la primavera.
El invierno había sido duro, y esta necesidad de diversión fue, hacia mayo, como una embriaguez que me envolvió, un empuje de savia desbordada.
Entonces, despertándome una mañana, vi un pedacito azul de cielo, por la ventana, más allá de las casas vecinas, un cielo todo entre las llamas del sol. Los canarios se degañitaban en las ventanas, las domésticas cantaban en todos los pisos, un rumor alegre subía de la calle ; y salí, con ánimo de fiesta, sin saber adónde exactamente.
Las gentes sonreían al pasar. Había un aliento de felicidad en el aire, en la luz cálida de la nueva primavera, como si un viento de amor se hubiera adueñado de la ciudad. Las chicas con sus vestiditos mañaneros me llenaban el corazón de desorden, con esa ternura oculta en sus ojos y esa gracia tan voluptuosa al caminar.

Sin saber cómo, sin saber por qué, llegué al borde del Sena. Barcos a vapor enfilaban para Suresnes. Entonces, de la nada, me dieron unas ganas locas de correr a través del bosque, y me subí.




Prólogo

Bajo el batir de las olas, en el lento discurrir de una tarde atravesando el Sena, hay una historia agazapada en busca del primer desprevenido: así podría ser la condición de posibilidad del relato en Maupassant. Sin la nocturnidad del Sephora de Conrad ni bajo el suspenso de quien narra a modo de exorcismo como en la memorable Amok de Zweig, muchos relatos del francés ocurren bajo el signo del agua. 

En el trato viscoso y afable con pescadores normandos –sus vecinos-, el impenitente Guy transitó los balbuceos del líquido elemento; supo muy pronto que su rumor impreciso esconde historias inquietantes. Y supo que, como el agua, la mujer es de signo ambiguo. 

Necesaria y hostil, bella y pérfida, sumergirse en ella tendrá algo de ominosa sorpresa. La mujer, como el río, ancla sus deshechos. El acercamiento a su misterio es siempre parte del febril vitalismo de la Naturaleza con sus estados y fenómenos: la vuelven tan sensual como para desconfiar muy pronto, o demasiado tarde.
La euforia que provoca es un drama en ciernes: se amplifica lo suficiente como para avisarnos de que es bien de provincias; las penurias, el invierno un instante después del himeneo. 
Se sabe: en vísperas de la desgracia la noche siempre es bella; la primavera, jubilosa. Si la luz no mintiera podríamos ser más felices parece decirnos Maupassant, que conociendo como nadie el atolladero de la alucinación visual, nos conduce a una glotonería – la suya y la nuestra- que siempre pide más.
Acaso en la cubierta de un barco, frente a una chica adorable y oferente, en el esplendor de las más dulce de las estaciones un hombre, sin embargo, duda. 
Este relato que presentamos es único. Alguien –inoportuno y vulgar- nos recuerda la ciénaga. El resto es tembladeral. 

Walter Romero